ROSAURA, continuando con lo que te escribí ayer, busqué trabajo todo el día. Antes pasó lo que pensé fue una señal del destino:
¡Déjese de puterías!
Le hablé a mi abuelo para que me recomendara con algún amigo influyente que tuviera en el gobierno, y me mandó con un señor cuyo nombre no me acuerdo pero que era de Chiapas y trabajaba como jefe de una oficina en la secretaría de Hacienda.
-Ayúdeme a trabajar en gobierno –le pedí.
-Estás muy joven, tal vez cuando cumplas los 18 años –contestó.
-Entonces, ayúdeme con sus influencias a trabajar en un periódico –iluso de mi le rogué.
-No jovencito, déjese de puterías – atajó extendiendo su mano en señal de despedida. (Dos años después entré al periodismo, vendiendo en las puertas de escuelas del Politécnico y la UNAM el suplemento de Novedades “México en la cultura” que dirigía don RAUL NORIEGA. Pero esta es otra historia)
El zócalo, afuera del Palacio Nacional a donde había entrado para ir a Hacienda, me volvió a aplastar.
¿Y ahora? Me pregunté nuevamente, como cuando llegué a la gran ciudad.
Seguí en la búsqueda de trabajo; por supuesto, por ahí cerca para familiarizarme con el rumbo y no perderme. En Moneda vi un letrero en la entrada de un edificio, solicitando vendedores de casa por casa. El judío que me atendió me dijo rápidamente en qué consistía: vender fibras metálicas para lavar trastes. A comisión, sin sueldo.
No sé cuántas fibras vendí ese día, pero regresé al hotel por mi maleta, con la angustia de dónde pasar la noche.
El español intuyó que me había ido mal. “Puedes pasar otro día aquí”, me dijo, extendiendo la mano por los 15 pesos que costaba el alquiler del cuarto. Dormí poco esa noche. La angustia y el ruido de gritos y jadeos que salían de las habitaciones no me dejaron dormir como acostumbraba en el pueblo.
Devolví al judío el portafolios con fibras que me había dado, y salí a buscar otro trabajo. El Universal publicaba un anuncio: “Se solicitan jóvenes para trabajo con futuro”. Y allá voy, nada más que ahora a la colonia Ex Hipódromo de Peralvillo. Se trataba de vender en abonos, cuadros con imágenes religiosas, con la consiguiente comisión. Casa por casa. “Mire, doñita, este cuadro de Jesús que la sigue con la mirada a donde vaya usted”.
Comí tres días haciendo una sola al día, en una fonda de las calles de Perú, junto al cine “Venus”, a donde acudiría después a ver las entonces atrevidas películas que ahí se exhibían.
El viejo español nuevamente me daba chance de quedarme en el “Regio Amatlán”. Me iba mal y no podía ocultarlo. “Oye, chaval, ¿por qué no trabajas aquí mismo en el hotel, cuidando a los niños de las mujeres que salen a talonear en el día?
La del 7, Maritoña, me encargó a sus dos hijos. Era cuidarlos que no salieran del cuarto y darles de comer, por 10 pesos diarios. Aguantè dos días. “Esto no es para mí, mucho menos ahora que voy a ser todo un estudiante de preparatoria Uno”, me dije al tercer día, cuando ya se había vuelto insoportable controlar a los dos chamacos.
-Gracias don Antonio (así se llamaba mi mecenas español), pero quiero otra cosa.
Encontré un trabajo de sellar bolsas de plástico. Al fin había conseguido mi primer empleo con sueldo, ¡7.50 pesos diarios que era el mínimo!, pero encerrado en un cuarto pequeño con el calor endemoniado que soltaban las máquinas y miles de bolsas en el suelo que esperaban ser selladas.
Trabajé un mes. Don Antonio me pasó el tip que en la calle de Guatemala, junto a los vidrios Laresgoiti, alquilaban un cuarto en la azotea. Lo tomé, embelesado por la vista del zócalo y la Catedral, en cuyo patio trasero, por cierto, el sacristán sembraba milpa.
Ya había entrado a la prepa y el horario no me permitía seguir trabajando las 8 o 10 horas diarias en aquella infernal máquina de pedal y aliento de hoguera.
Necesitaba encontrar un trabajo cercano con un horario matutino que me permitiera entrar a las 5 de la tarde a la prepa.
“Se solicita empleado para mostrador, con buena presencia. Acudir a la Mercería El Refugio, Uruguay”, informaba el anuncio.
No tenía traje, así que aproveché la promoción de la sastrería “Catedral” que ofrecía trajes completos en abonos; empero como urgía para ir por el trabajo a la Mercería, no tuve más remedio que enfundarme la chamarra deslavada y “demodé” que usaba en el pueblo de cuando en cuando y hasta eso, cada año cuando se soltaban los aironazos. Era mi mejor atuendo.
-Vine por lo del anuncio– le dije al señor que, me imagino hasta ahora, era el encargado de la tienda.
El sujeto me recorrió con la mirada y pronunció un “uhmmmm”, que inmediatamente sospeché significaba no y luego él, sacándome de la duda, dijo “queremos personas de mejor presentación”. ¿Qué tan flaco y trasijado me vería!
Ahí empezó todo.
Si hubiera entrado a trabajar a la mercería, tal vez ahora seguiría como empleado de mostrador buscando listones o bolas de estambre, o cuando mucho estaría como encargado, esperando a cumplir los años requeridos para jubilarme.
Por eso digo, “gracias, Mercería del Refugio” por no darme el trabajo. Gracias a eso, me dediqué al oficio de reportero, para el cual, con los años estudié.