“Guardar las formas” ante un Estado omiso y cómplice (En la Mira) Héctor Estrada ¿Por qué las protestas feministas se han vuelto cada vez más radicales? es una de las preguntas recurrentes entre quienes a la distancia del movimiento observan las protestas de cada año. ¿Qué acaso no hay otras maneras pacíficas, “guardando las formas”, para manifestar su inconformidad y hartazgo?

La respuesta es simple. Por supuesto que las hay, pero francamente parecen haber sido ya rebasadas e inútiles. Para las mujeres en México, como en gran parte del mundo, el discurso tuvo que cambiar de tajo, para pasar de las solicitudes a las exigencias enardecidas hacia un Estado que ha demostrado una y otra vez ser omiso, cómplice e indiferente ante la violencia feminicida que no deja de crecer.

Y no es necesario recordar algunos ejemplos, porque en Chiapas los casos sobran. Y es que, es verdad, la violencia contra las mujeres es sistemática, porque está tejida en las entrañas de la sociedad misma; pero es el Estado, a través de sus instituciones, el responsable de prevenirla, combatirla y reducirla. Y no lo ha hecho así, al menos no como debería.

Por el contrario, en México las instituciones que deberían garantizar políticas públicas, seguridad y justicia parecen haberse convertido en la antítesis de su vocación real para transformarse en garantes de impunidad. El combate a la violencia de género se ha quedado en los discursos durante años, en acuerdos o proyectos estériles sólo para acallar inconformidades de momento y en cuotas de género simuladas que nada tiene que ver con la verdadera lucha por espacios de poder.

El Estado ha sido cómplice y, aunque duela admitirlo, gran parte de la sociedad también. Hemos normalizado durante décadas la violencia que se ejerce contra las mujeres, hemos decidido ignorarla y muchas veces justificarla, hasta que el feminicidio llega junto a una indignación tardía. Y lo seguimos haciendo así.

De nada han servido las marchas pacíficas, las iniciativas de ley y los compromisos discursivos de los gobiernos, sin importar el partido político de procedencia. En la práctica nada y poco se ha hecho para evitar que las continúen asesinando con tanta violencia. Que sigan apareciendo desmembradas, arrojadas en puentes de autopistas o ahorcadas en los mismos lugares donde realizaban su preparación en medicina humana.

Han sido inútiles los protocolos de actuación o programas de Alerta de Violencia de Género, si al final de cuentas los propios ministerios públicos o jueces terminan propiciando la liberación de los feminicidas. De poco han servido los compromisos, homenajes o placas conmemorativas, si en el fondo las instituciones responsables de protegerlas las han puesto como “carne de cañón” sin responder a sus denuncias o llamadas de auxilio.

Al contrario. Las cifras de feminicidios en México siguen creciendo. Y no es sólo un asunto de percepción. De acuerdo a datos oficiales del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, tan sólo durante los últimos seis años la cifra de asesinatos violentos contra mujeres por razones de género se elevó en un 62.6 por ciento. Entre 2015 y 2019 la cifra pasó de mil 735 víctimas a 2 mil 811.

Y es que, en nuestro país la violencia de género está incrustada en los más altos niveles del poder. Porque no importa de qué partido político sean, ni cuántas denuncias por hostigamiento, abuso o violación sexual existan en su contra; finalmente el sistema les permitirá transitar sin impedimentos reales a los cargos de gobierno que deseen. Por que siempre será más importante el poder político de por medio, que cualquier reclamo de justicia o congruencia moral. Al fin de cuentas, para ellos, una mujer violentada, violada o asesinada “no es para tanto”.

¿Aún queda dudas de que las vías del diálogo y las peticiones antecedidas de un “por favor” son ya francamente inútiles? ¿De qué forma exigirle ya a un Estado que ha mostrado tantas veces ser sordo, ineficaz e indiferente ante una situación que las está matando con mayor frecuencia? Las respuestas no parecen tan sencillas, sobre todo en México donde gritar y llorar por seguridad y justicia ya no conmueve o mueve en los más mínimo a las autoridades responsables… así las cosas.