Entre el miedo y el dolor (Epistolario) Por Armando Rojas Arévalo

ANA MARÍA: Mi profesión de periodista me ha permitido ser testigo y narrador de tragedias de todo tipo que me han marcado la vida. Mi corazón y mis ojos se han llenado de dolor e imágenes que nunca imaginé presenciar.

El huracán OTIS que devastó Acapulco y se llevó parte de nuestras vidas, ha sido un cruel y fatal golpe a los recuerdos. Las vivencias en el Acapulco de los grandes hoteles, bares, restaurantes y centros nocturnos que hicieron historia, se hacen pedazos frente al dantesco panorama de destrucción. Acapulco ya no volverá a ser lo mismo.

Recojo una de las miles historias publicadas en medios, de dolor y espanto que vivieron los acapulqueños: “Vianey vive cerca con su hija, su nuera y tres nietos pequeños. También vieron crecer el torrente. El viento se llevó el techo de su casa y arrancó las paredes. Aterrados, los niños vieron salir volando algunos de los animales que les daban sustento. Cuando el huracán arreciaba corrieron hasta casa de un vecino donde se refugiaron dentro de un auto minúsculo. Imaginémoslo: 10 personas y un perro dentro de ese automóvil, escuchando el rugido de la tormenta, suplicando que el peso de toda esa gente fuera suficiente para que el carro no se moviera y fuera arrastrado por la corriente. Kimberly, de siete años, le dijo a su madre que no quería morir como había muerto su hermanita años atrás. Su madre le pidió que dejara de llorar y cerrara los ojos. Le prometió que el viento se iría si la niña lograba dormirse. No pudo…“

El recuerdo de lo traumático me remonta a otra tragedia, “Lisa”, el primer huracán al que me tocó asistir y hacer la crónica. ¡Qué terrible, inenarrable, ver cuerpos humanos, hinchados, incrustados en las alambradas!  

El primero de octubre de 1976 –hace 47 años- estaba yo de vacaciones en La Paz, Baja California. Mientras la embarcación en la que salí a pescar se remontaba mar adentro, el capitán del pequeño yate escuchó que en la estación de radio se informaba de un fenómeno meteorológico, que sería “un ciclón” y se recomendaba a la gente tomar las precauciones convenientes. En La Paz nunca pasaba nada. Llovía poco, no soplaba viento y las aguas de la bahía donde se anclaban veleros y yates parecía una alberca. El desierto baja al mar y las playas son extensas.

El locutor de la única estación de radio con voz tranquila y hasta romántica terminaba sus mensajes con “Transmitiendo desde La Paz, frente a las aguas del Mar Bermejo”.

El hotel donde me hospedaba era “La Paz”, justamente frente a la bahía donde atracaban los yates. Recién se había abierto el hotel Presidente, pero estaba a orillas de la ciudad.

A La Paz se iba para dos cosas: De vacaciones y compras. Era puerto libre y había mercancía extranjera de buena calidad y marca y a buen precio. “La Perla” era el almacén que nos asomaba a las tiendas norteamericanas, con sus perfumes, camisas y vestidos franceses; telas hindúes, relojes suizos, etcétera.

Por la tarde del primero de octubre de 1976, empezó a soplar el aire. Primero suavemente, después eran ráfagas que se estrellaban y rompían los vidrios. Hasta ese momento supimos que era un huracán de categoría 4. La gente corría a refugiarse en tiendas y casas, y la intensa lluvia caía con estruendo.

-¡Qué es esto? –pregunté.

-Es el huracán; ¡métase a su cuarto!, ordenó el de la recepción del hotel.

Pasamos una noche de miedo e incertidumbre, refugiados bajo la cama, entre aires que silbaban con furia y lluvia que parecía salir de un grifo de bomberos. Los cables de electricidad en la calle tronaban y sacaban chispas y se fue la luz completamente en la ciudad.

Fueron horas de ataque bestial de la naturaleza, algo nunca visto y sufrido en La Paz. Fue una noche de gritos y angustia. Cuando amaneció mi instinto de reportero me condujo a salir a la calle y recorrer a pie parte de la ciudad. Todo era un desastre. Techos caídos, ventanales rotos, carros sepultados por el lodo. Un carro que las piedras y el lodo sepultaron, con cinco personas adentro.

Aparte de la lluvia, la embestida de la inundación. El bordo conocido como “El Cajoncito” que en décadas no supo lo que era agua, se desbordó arrastrando a 5 mil personas hasta el mar. Muchas de ellas fueron sepultadas por el alud de lodo y otras murieron estrelladas en las rocas. Me tocó ver cuerpos de varios niños, hinchados por el agua, colgando en las alambradas de púas.

Al menos 10 colonias de la capital del estado resultaron completamente inundadas. Me uní a las brigadas de auxilio y con palas escarbábamos la tierra para buscar cuerpos y encontramos vehículos, uno de ellos un camión con cadáveres. Más de 20 veleros y yates fueron arrastrados hasta las orillas de la playa del malecón de La Paz, 4 embarcaciones más de hundieron.

El hotel Presidente fue arrasado. Cuando menos sus dos primeros pisos estaban cubiertos de agua, inundados. El edificio del hotel que sobresalía frente a la playa, se veía casi hundido en el mar.

Echeverría, entonces presidente, llegó al otro día, el 2 de octubre. Se enfundó botas de hule y se metió al lodo. Vi en su rostro tristeza y rabia. Abrazaba a los hombres y mujeres que le gritaban auxilio y mandó llamar a su gabinete-

La ayuda empezó a llegar dos días después, mientras nos bañábamos con Tehuacán y comíamos el jamón que se empezaba a descomponer en los refrigeradores del hotel.

El aeropuerto quedó hecho pedazos, pero Aeroméxico, que era la única línea que daba servicio a La Paz, empezó a sacar turistas dos días después. Por carretera no era posible. La transpeninsular estaba cortada en varios tramos.

Escribo esto con dolor y asombro. Nunca en mi vida había visto tanta destrucción ni desolación, tanto llanto y aflicción. Hoy fue en Acapulco.

Curioso: La península de Baja California empezó a sufrir los embates de tormentas tropicales, ciclones y huracanes, a partir de Lisa…

Dicen que el cambio climático…

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